MEMORIAS DE UN OFICIAL DE LA LEGIÓN BRITÁNICA
El autor va de Caujaral a San Juan de Payara
“Cuando desembarcamos
frente a Caujaral, nos proporcionaron caballos que nos condujeron a
la ciudad
de San Juan de Payara, donde las tropas con que salimos de
Angostura habían recibido orden de descansar
algún tiempo antes de
reunirse con el ejército de Bolívar. Este general estaba entonces a
unas doce leguas
de allí, ante los muros de San Fernando, ciudad
fortificada sobre el Apure.
“La ciudad de San Juan
está situada a lo largo de las
llanuras y edificada en una colina
de arena, que se convierte en isla durante
el tiempo de las inundaciones.
“Las casas son de
tierra y ofrecen un aspecto miserable.
Tienen, sin embargo, tejas,
lo que es un signo de extraordinaria civilización en los Llanos. La
vegetación sería
nula en las proximidades de Payara, si no se
diese la
vinilla, o árbol que produce el aceite de castor y algunos
mezquinos tamarindos. Los habitantes son harto
indolentes para abrir
pozos y van a buscar el agua a
una laguna de aguas estancadas,
aunque pudieran proporcionársela excelente en un arroyo que no dista
más
de media legua de la población.
“Vimos cerca de este
lugar una tribu errante de indios
llamados guagives, que se
extienden entre el Orinoco y
el Apure. Son unas gentes miserables
que no se cubren más que con el guayuco, o delantalillo hecho de
hierba.
Poseen solamente para descansar una o dos esterillas,
algunas calabazas donde llevan sus alimentos, arcos, flechas y lanzas
de madera. Estos tres instrumentos no son nada peligrosos en manos
de los guagives, nación pacífica, cuya sola ocupación es la pesca;
su principal alimento se compone de peces, lagartos y crías de
caimanes.
“Las mujeres tienen una
peculiar manera de adornarse.
Se atraviesan el labio inferior, lo más
cerca que pueden
de la barbilla, y se meten en el agujero este
varias largas espinas, cuyas puntas salen al exterior. Cuando vi
que
varias de estas mujeres se habían adornado los labios con alfileres
corrientes, di a una de ellas unos
cuantos. Llamó en seguida a una
niña de unos doce años que me pareció ser su hija. La madre, con
un instrumento cortante, que fue un diente de caimán, atravesó el
labio de la niña con tanta habilidad como indiferencia,
y puso los
alfileres en el agujero que acababa de hacer. La pobre criatura
soportó la operación con mucha paciencia, y la adquisición de tan
preciosa joya pareció
hacerle olvidar el dolor que acababa de
experimentar;
no tardó en correr hacia sus compañeras para
enseñarles
el adorno, pareciéndole, sin duda, los alfileres más
de
moda que las espinas.
“El lagarto que los
indios llaman iguana les proporciona
su alimento predilecto, y
preciso es confesar, antipatía
de europeo aparte, que es un manjar
muy delicado; su carne es tan blanca como la pechuga de un pavo y no
tiene el menor olor desagradable. Se la sirve en todas las mesas en
las Indias Occidentales, con la tortuga, a la
que algunas personas
le prefieren, sobre todo en las
islas Bahamas, donde se encuentra en
abundancia. Nada
tiene de chocante cuando está preparado y servido,
salvo
sus largas garras negras, que se parecen bastante a las
de un
mono. Cuando ha llegado a su completo desarrollo,
tiene cinco o seis
pies de largo, contando la cola, nueve
pulgadas de alto y un pie, a
lo sumo, de circunferencia
en la parte más gruesa de su cuerpo. El
color de la
iguana es de un azul verdoso; tiene en la cabeza y la
garganta unas singulares excrecencias de carne que se
parecen a la
cresta y barbas de un gallo, nada muy de
prisa y trepa a los árboles
en persecución de las moscas
y otros insectos de que se alimenta.
“En la primera semana
de febrero de 1818, salimos de
San Juan de Payara al anochecer, para
dirigirnos a San
Fernando”.
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