BOLÍVAR Y REINA MARÍA LUISA*


La noche de San Juan de Payara su atuendo era menos vagabundo, pero su situación no era mejor. Y no sólo reflejaba entonces el estado momentáneo de sus tropas, sino el drama entero del ejército libertador, que muchas veces resurgía engrandecido de las peores derrotas y, sin embargo, estaba a punto de sucumbir bajo el peso de sus tantas victorias. En cambio, el general español don Pablo Morillo, con toda clase de recursos para someter a los patriotas y restaurar el orden colonial, dominaba todavía amplios sectores del occidente de Venezuela y se había hecho fuerte en las montañas. 

Ante ese estado del mundo, el general pastoreaba el insomnio caminando desnudo por los cuartos desiertos del viejo caserón de hacienda transfigurado por el esplendor lunar. La mayoría de los caballos muertos el día anterior habían sido incinerados lejos de la casa, pero el olor de la podredumbre seguía siendo insoportable. Las tropas no habían vuelto a cantar después de las jornadas mortales de la última semana y él mismo no se sentía capaz de impedir que los centinelas se durmieran de hambre. De pronto, al final de una galería abierta a los vastos llanos azules, vio a Reina María Luisa sentada en el sardinel. Una bella mulata en la flor de la edad, con un perfil de ídolo, envuelta hasta los pies en un pañolón de flores bordadas y fumando un cigarro de una cuarta. Se asustó al verlo, y extendió hacia él la cruz del índice y el pulgar. 

«De parte de Dios o del diablo», dijo, «¡qué quieres!» 

«A ti», dijo él. 

Sonrió, y ella había de recordar el fulgor de sus dientes a la luz de la luna. La abrazó con toda su fuerza, manteniéndola impedida para moverse mientras la picoteaba con besos tiernos en la frente, en los ojos, en las mejillas, en el cuello, hasta que logró amansarla. Entonces le quitó el pañolón y se le cortó el aliento. También ella estaba desnuda, pues la abuela que dormía en el mismo cuarto le quitaba la ropa para que no se levantara a fumar, sin saber que por la madrugada se escapaba envuelta con el pañolón. El general se la llevó en vilo a la hamaca, sin darle tregua con sus besos balsámicos, y ella no se le entregó por deseo ni por amor, sino por miedo. Era virgen. Sólo cuando recobró el dominio del corazón, dijo: 

«Soy esclava, señor». 

«Ya no», dijo él. «El amor te ha hecho libre». 

Por la mañana se la compró al dueño de la hacienda con cien pesos de sus arcas empobrecidas, y la liberó sin condiciones. Antes de partir no resistió la tentación de plantearle un dilema público. Estaba en el traspatio de la casa, con un grupo de oficiales montados de cualquier modo en bestias de servicio, únicas sobrevivientes de la mortandad. Otro cuerpo de tropa estaba reunido para despedirlos, al mando del general de división José Antonio Páez, quien había llegado la noche anterior. 

El general se despidió con una arenga breve, en la cual suavizó el dramatismo de la situación, y se disponía a partir cuando vio a Reina María Luisa en su estado reciente de mujer libre y bien servida. Estaba acabada de bañar, bella y radiante bajo el cielo del Llano, toda de blanco almidonado con las enaguas de encajes y la blusa exigua de las esclavas. Él le preguntó de buen talante: 

«¿Te quedas o te vas con nosotros?» 

Ella le contestó con una risa encantadora: 

«Me quedo, señor». 

La respuesta fue celebrada con una carcajada unánime. Entonces el dueño de la casa, que era un español convertido desde la primera hora a la causa de la independencia, y viejo conocido suyo, además, le aventó muerto de risa la bolsita de cuero con los cien pesos. El la atrapó en el aire. 

«Guárdelos para la causa, Excelencia», le dijo el dueño. «De todos modos, la moza se queda libre». 

El general José Antonio Páez, cuya expresión de fauno iba de acuerdo con su camisa de parches de colores, soltó una carcajada expansiva. 

«Ya ve, general», dijo. «Eso nos pasa por meternos a libertadores». 

El aprobó lo dicho, y se despidió de todos con un amplio círculo de la mano. Por último le hizo a Reina María Luisa un adiós de buen perdedor, y jamás volvió a saber de ella. Hasta donde José Palacios recordaba, no transcurría un año de lunas llenas antes de que él le dijera que había vuelto a vivir aquella noche, sin la aparición prodigiosa de Reina María Luisa, por desgracia. Y siempre fue una noche de derrota. 

*Texto tomado del libro El General en su laberinto, de Gabriel García Márquez

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