ESTAS NAVIDADES SINIESTRAS
Artículo publicado el 24 de diciembre de 1980, por Gabriel García Márquez.
Ya nadie se acuerda de
Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de
artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos
inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien
por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a
alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante
despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace
2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde
había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de
cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo
celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además
muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la
parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo
al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante
averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que
la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a
decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social. Lo más
grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas
están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos
costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran
prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que
el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que
la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén
era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más
grande que Un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un
agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una
esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel
dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que
había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El
resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde
luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del
aduanero Rousseau.
La mistificación empezó
con la costumbre de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos
-como sucede en España con toda razón-, sino el niño Dios. Los
niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran
pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los
adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien
en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una
desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios
quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido
seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé
entonces que también los otros misterios católicos eran inventados
por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo.
Aquel día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria-
perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los
traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me
gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la
píldora.
Todo aquello cambió en
los últimos treinta años, mediante una operación comercial de
proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora
agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus
de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de
los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con
todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes
bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador
con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo
al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que
no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la
Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica,
san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso
había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón
de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el
25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas
del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los
juguetes. y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y
Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para
América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve
artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos
quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos
a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de
consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas
tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores,
esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el
umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos
traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las
cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la
fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños
no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de
puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro
que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala.
Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es
la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad
providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por
indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la
prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela
paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por
decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos
regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar
explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo
que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que
la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo
tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús
no nació en Belén, sino en Estados Unidos.
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