Pedro Camejo




 

LA SOMBRA NEGRA1

A Joaquín Lafaurie.


Los historiadores ignoran, o aparentan ignorar, el por qué del apodo de Negro Primero dado al teniente Pedro Camejo. Páez mismo, tan justiciero con los valientes que lidiaron a sus órdenes en las campañas de Venezuela, consagra tres páginas de su autobiografía a referir chistes y originalidades de Camejo, sin explicar tampoco de dónde proviene el mencionado apodo.
Quién sabe si este olvido sea por una especie de piedad, puesto que de todos modos es horrible derramar la sangre de nuestros semejantes; pero siendo así, Páez y sus conmilitones debieron renunciar a sus nombres de combate: El León de Apure, El Tigre encaramado, Los soberbios Dragones, etc., no fueron meno sanguinarios que el Negro Primero.
¿O será porque ese título, ya que por tal debemos tenerlo, es en cierto modo depresivo si no del valor: sí de la destreza de los demás ]laneros?
Sabido es que Camejo en los combates mojaba el primero su lanza: de ahí el dictado.

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Era Camejo, un esclavo de Don Vicente Alfonso, rico propietario en el Apure. Por su valor y maestría en el manejo del caballo, como por su vigilancia, discreción y malicia, el amo lo destinó al servicio de las armas, y peleó contra Florencio Palacios en la acción de Araure. Una circunstancia lo hizo desertar de las filas del rey.
Después de la batalla, el ejército realista pernoctó en la Villa, y el Jefe español obligó a Camejo a cavar sepulturas para oficiales peninsulares. Camejo reclamó de aquella distinción odiosa, más en vano: era americano, era negro, era esclavo. Con otros de su misma condición se puso, pues, al trabajo, ya bien entrada la noche.
Camejo refería después, con infantil candor sus sustos durante aquellas horas mortales. Jamás había ido a un cementerio; y sea por los vicios de la educación española, o porque la mansión de la muerte impone de suyo, el negro esclavo sudaba a torrentes, erizado el cabello, espeluznado el cuerpo. El tropezar del pie con una cruz de madera musgosa y movible al buscar apostura para descargar con la azada el golpe en la tierra, el olor nauseabundo, el hundimiento de la barra cuando esperaba hallar resistencia, la pala al chocar con las gruesas arenas y las piedras menudas, aquel hacinamiento a los bordes de la sepultura de barro húmedo, pedazos de madera y humanos despojos; y todo esto iluminado a los rayos moribundos de una luna que se apaga en el horizonte, cuando se oyen a lo lejos el canto monótono del gallo y los aullidos del perro, y cuando un viento tibio a bocanadas nos da en el rostro; pues a fe que en situación semejante fuera de verse a cualquiera de estos hombres despreocupados que se ríen y se burlan de la muerte.
A la noche siguiente, Camejo tuvo sueños horribles.
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Una procesión de espectros, precedida por una Sombra negra, llegaba hasta su lecho y le interrumpía el descanso. Era en vano apartar con la mano aquella visión importuna; en vano cerrar los ojos y volverse a este, al otro lado: la Sombra siempre delante, le abría los párpados, obligándole a fijar la mirada y con sólo tocarlo crispaba sus miembros con las apariencias de la muerte. Quería hablar, pero la voz se ahogaba en su garganta.
Camejo no pudo evitar que lo amortajaran, que lo encerraran en la caja fatal. Camino del cementerio, la Sombra, en esas posas ordinarias en todo entierro mayor, atravesaba por en medio de aquel concurso de espectros, y se llegaba al negro, y le decía al oído:
Bien merecido lo tienes, puesto que fuiste a turbar el reposo de los muertos.
Y seguía la fúnebre procesión, y la Sombra volvía y revolvía y el desdichado Camejo veía cómo cruzaban en tropel ante su vista aquellos despojos humanos que él habia removido la noche anterior en el seno de la tierra; cómo se buscaban los huesos y se juntaban; cómo se animaban luego, y cómo de aquellas calaveras con remedos de boca, salían voces de otro mundo que clamaban:
¿Qué mal te hice para que fueras a inquietarme? ¿Por qué no me dejaste dormir? ¡Maldito seas, negro esclavo! ...
Camejo sentía un frio letal, que discurría por todo su ser. Trataba de moverse, de pedir socorro, de volver a otro punto los ojos, pero la Sombra le salía al paso para detener cualquiera de sus impulsos.
Así llegaron a la puerta del cementerio.
Una luz amarillenta iluminó de pronto aquella necrópolis. Las cruces negras con sus letras y números blancos, señalaban el derrotero del camino; las bóvedas saltaron en pedazos con lúgubre son; la tierra se esponjó como levadura, y nuevos espectros vinieron silenciosos a formar en calle. Un canto que salía de los osarios daba triste solemnidad a aquella fúnebre escena.
Camejo reparó en que le tenían destinada una de las fosas que él mismo había abierto en otro tiempo, y trató de incorporarse; mas la Sombra paralizó su sensibilidad.
Vio cómo le conducían al borde de ella y que en ella lo botaban; sintió que la tierra buscaba su nivel; que los espectros volvían a sus tumbas, que las cruces las señalaban de nuevo, que cesaba el canto, y que de pronto, bajo el montón de tierra, la Sombra Negra lo estrechaba contra su seno, murmurándole al oído:
¡Voy a revelarte ahora los secretos de la tumba!
Camejo se despertó adolorido y con ese malestar de ánimo que sucede siempre a una pesadilla.
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Páez, en su, autobiografía, no refiere todos los pormenores acerca de la manera corno se le presentó el Negro primero; pero nosotros, que contamos largos años de andar ,en pesquisas de tradiciones y memorias tenemos ·el deber de consignarlos aquí.
Desde luego, Camejo quedó aterrado con aquel sueño que, dada su condición, tenía que ser para él una revelación del demonio.
Meditó en la esfera de su inteligencia y a la luz de su superstición, acerca de aquella noche en que había ido a turbar el reposo de los muertos y recibido por ello el castigo merecido; que lo habían obligado, bien es cierto, así como también que obedeció sin voluntad, de donde dedujo que somos nosotros mismos quienes podemos estimar mejor las acciones buenas y malas, y no un déspota o amo. De este raciocinio a la idea de la libertad no hay más que un paso. Camejo, pues, vino convencido a las filas de la Independencia.
¡Comandante! —le dijo a Páez después de la acción del Yagual—. Yo he peleado contra usted; pero quiero ser libre, quiero pelear ahora por la libertad: recíbame en su gente.
Está bien—contestó el héroe con indiferencia—. Ve a que te alisten en el escuadrón Guías, y escoge lanza y caballo.
Pongo una sola condición— observó el Negro.
Vamos, despacha pronto, ¿qué quieres?
Que el día en que asaltemos alguna ciudad o pueblo, no me destinen al ataque del cementerio, ni a defenderlo si somos atacados en él; Y que si me matan, no me entierren en Campo Santo.
Los llaneros son creyentes, y Páez, disgustado, reparó en el Negro con torvo ceño. Sin embargo, para concluir le dijo:
Concedido.
Camejo lanzó su sombrero al aire y gritó lleno de alborozo:
  • ¡Viva la libertad!
Después, la historia reza sus hazañas. Vino Pedraza, El Mamón, Barinas, Churrera, San Juan de Payara, Coplé, Misión de Abajo, Uriosa, Sombrero, San Fernando, Biruaca Ortiz, Rincón de los Toros, Cojedes, Guayabal, Cañafístola, Gamarra, Queseras del Medio, Sacra Familia, La Cruz!...
La Cruz fue una acción terrible y sangrienta.
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El 22 de julio atacó Páez con 500 caballos, y don Juan Durán, con 350 veteranos del batallón Barinas, le cerró el paso en todas las bocacalles del pueblo.
Páez porfió.
Con aquellas cargas que sólo sus llaneros sabían dar, obligó al enemigo a concentrarse en la plaza y en el cementerio; entonces nuestro héroe dividió sus jinetes en dos grupos y ordenó un ataque general. El atacó por la plaza y el Coronel Urquiola por el cementerio, pero a un mismo tiempo fueron rechazados. Otro ataque, un tercero: todos fueron inútiles.
El batallón Barinas estaba sin un oficial siquiera: lo que restaba de las compañías era mandado por Sargentos o Cabos. Nuestras mejores lanzas yacían también por el suelo. Urquiola, el Comandante Navarro, el Mayor Gamarra, Gómez, Arraiz, Esteves, Ledesma, Peña, Oliva.... oh! qué carnicería aquélla!
El Negro Primero era el Oficial de mayor graduación que quedaba al frente del segundo pelotón, y recibió orden de atacar. El asalto fue prevenido con un toque de atención, al que siguió el de la señal de degüello. Páez, por fin, penetró en la plaza, y por sobre un montón de cadáveres voló con veinte húsares en auxilio del Negro Primero; mas éste había ocupado el cementerio, y Páez lo halló con el caballo hundido en tierra hasta las rodillas, rígido sobre la silla, rendida la lanza.
Camejo, le dijo, ¿te han herido?
No, peor que eso— contestó el Negro.
Pero, ¿quién demonios te detiene ahí?
  • La Sombra negra.
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Camejo desobedeció la orden de pernoctar con sus jinetes sobre el campo conquistado, gloria que reclama y disputa siempre todo vencedor, y se retiró a las afueras del pueblo.
En vano Páez amenazó, rogó: el Negro Primero estuvo inflexible.
Durante el combate —le dijo— era mi deber obedecer. Después del triunfo reclamo la palabra de mi General.
Páez recordó la palabra dada, y comprendió que no tenía el derecho de insistir.
Pero explícame a lo menos ¿cómo es que te bates como un león, y luego te asalta el miedo como a un niño?
Porque yo no temo la muerte, sino a los secretos del cementerio. Ah! yo la vi, yo la oí —continuó el Negro Primero, animándose—. Si mi general supiera!... Al saltar por encima de las tapias, un vapor que brotaba de la tierra principió a tomar forma delante de mí. Yo cargaba y volvía a la carga, y el vapor se iba convirtiendo en una Sombra negra. Ya no había enemigos; todos habían perecido en la punta de nuestras lanzas, y entonces la Sombra detuvo mi caballo por la brida, lo hundió de patas en la tierra, y acercándose a mi oído, me dijo airada:
¡Temerario! ....
A su voz, sentí mis brazos y piernas rígidas; el frío de la muerte se apoderó de todo mi ser; no hallé voz para llamar a mis jinetes, y mis ojos, como paralizados en sus órbitas, no dejaban de mirar aquella risa satánica que plegaba sus labios y que en sueños otra vez me había aterrado.
¡Temerario! —repitió—, ¿para qué vienes a turbar la paz del cementerio?
Y me atraía hacía, sí, y se resbalaba conmigo bajo los cascos de mi caballo, y en tocando en el fondo de la fosa me dijo:
¡Voy a revelarte ahora, sí, los misterios de este sitio!...
¡Perdón, perdón! — le repuse— ¡la culpa no fue mía!
Vete, pues —agregó por Último—. Van dos veces ya: a la tercera.... no habrá piedad para ti.
Páez guardó silencio porque no podía comprender aquel desvanecimiento de ideas, y repasó el Apure, con lo cual renunció a las ventajas que había alcanzado en aquella acción sangrienta y desigual.
Después del combate en La Cruz, el Negro Primero no Se ocupó más que en disciplinar reclutas, domar caballos, coger toros y ponerlos ,en dehesa.
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No. había corrido un año. todavía.
Era el 24 ,de junio, 2a. Carabobo.
El ejército. español, en línea, al frente de la llanura, aguardaba la batalla.
El batallón Apure ,comenzó a pasar el desfiladero por un movimiento sobre la derecha, y Burgos, Hostaniche 'y Barbastro, llegaron a tiempo. para detenerlo.
El británico refuerza al Apure; con todo, no pueden atravesar el riachuelo que corre antes de llegar a la Pica de la Mana.
Entonces Páez manda cargar por el flanco. Izquierdo un cuerpo de caballería, compuesta del escuadrón Guardia de Honor y del Estado Mayor montado.
El enemigo abandona la altura para hacer frente a nuestros jinetes, y el Negro Primero cae muerto al cerrar contra Balbastro!.... 2
El Negro Primero, por sus preocupaciones y su nombre no quedada bien en un estrecho cementerio.. Necesitaba de amplia tumba, al calor del sol, entre bosques de laureles y rodeada de trofeos!... Dios, que así lo dispuso, iluminó la bóveda del cielo en la noche serena que sucedió al día de la batalla; un ángel batió sus blancas alas sobre la tumba del héroe, y la Sombra negra huyó a perderse para siempre en el antro de las eternas inquietudes!...
Luis Capella Toledo

 
1Conservo esta locución tal como me la dieron en los llanos. Por más irregular que ella parezca, yo no me he creído con derecho para hacerle ninguna alteración.

2 "En Carabobo 2.a la primera bala que se disparó privó de la vida a este hombre sencillo, modelo de los valiente, dejando a Bolívar y a Páez sumidos en el dolor". Scarpetta y Vergara, Diccionario Biografico. 

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