EL NEGRO I
Pedro Camejo, por sobrenombre El Negro I, lleva, entre los centauros que acompañaron a Páez en la famosa refriega de las Queseras del Medio, el número 34; mas entre los veinte y un tenientes del grupo, tiene el número 1, El Negro I es, por lo tanto, el primero de los tenientes que figuraron entre los ciento cincuenta héroes de las Queseras, el 2 de abril de1819. Si este Pedro Camejo no hubiera alcanzado nombre y gloria en diversas ocasiones, antes y después de la fecha indicada, el haber figurado en el admirable grupo, hubiera sido lo suficiente para inmortalizarlo.
El nombre de Pedro Camejo ha
desaparecido al hablar del famoso Negro, tema de este cuadro;
primero, esclavo, después soldado en las filas españolas, más
tarde, en las patriotas, hoy celebridad histórica que lleva el
título de El Negro I. El apodo sustituyó al nombre y se tornó en
título de gloria, título Único, porque no hubo un Negro II, en las
páginas de nuestra magna lucha. Pedro es nombre de pila muy popular
y Camejo es patronímico conocido. Si se dice Pedro Camejo, habrá
muchos que preguntarán. ¿Y quién es él? Pero cuando se nombre al
Negro I la imagen de la pampa venezolana se dibuja en el horizonte, y
presenciamos el combate de los hypantropos de Páez. La figura de
éste se agiganta y vienen a la memoria los nombres de Mucuritas,
Mata de la Miel, Yagual, Queseras y Carabobo.
El Negro I pertenece no sólo a
la historia, sino también al arte. En el notable trabajo de Arturo
Michelena, que representa a Páez y el grupo de las Queseras, en el
momento de volver caras, el Negro I está admirable. Aparece en el
primer término del cuadro, altanero y salvaje, como el corcel que
sofrena, con la mano agarrada de la crin del animal. Al oír el grito
de mando, el centauro ha obedecido: con la mano izquierda trata de
detener al indómito animal, y fija la mirada corno para ayudar al
oído y obedecer prontamente a la segunda orden. El centauro está al
natural, vestido de llanero, con pañuelo en la cabeza, sombrero de
paja, los pies descalzos, y apoyase en los estribos con el dedo gordo
de cada uno. Su ademán es atento, sonreído, dispuesto a la terrible
embestida, al choque sangriento, cuando llegue el momento de esgrimir
la poderosa lanza que lleva en la mano derecha.
El Negro I tiene también su
bibliografía, pues la musa de la historia y la del canto no se han
desdeñado en dedicarle algunas páginas, porque él está en el
número de los compañeros de Aquiles venezolano. Páez, Eduardo
Blanco, Capella Toledo, Scarpeta y Vergara, Arismendi Brito y otros
le han celebrado en prosa y en verso.
El Negro I y Páez son
inseparables. Al contemplar a éste surge aquél; es como un satélite
en derredor de su astro. Hay en este Negro militar dos fases: el
centauro armado, incansable, invencible, el púgil, el lancero, la
tromba impetuosa que todo lo arrastra en el torbellino de la pelea:
el hombre humilde, sencillo, tranquilo, chistoso, de lenguaje
especial y hasta sensible ante las desgracias ajenas.
¡El Negro I su historia! He aquí
un tema inagotable! Gloria para el mortal que supo cambiar un apodo
en timbre, en título que resume numerosos servicios dedicados a la
noble causa de un pueblo!
Esclavo, aventurero, soldado,
sepulturero, tránsfuga, soldado patriota, centauro invencible,
soldado mimado de Páez, celebrado por Bolívar, héroe y mártir:
tales pueden ser los diversos capítulos de la breve y sublime
historia del Negro 1, tan digno de los anales americanos, del arte,
de la epopeya.
¿Cómo ese bravo se llama?
¿Quién es? Modesto y sencillo,
Ha dado a su raza brillo,
Asociándole su fama.
Nada su valor abate,
y de su lanza certera
Obra es siempre la primera
Sangre de todo combate;
y de ahí parte el llanero
Que admira tan rara audacia
Cuando, por antonomasia.
Lo llama el NEGRO PRIMERO.
Adora a Páez, y creer
Nadie en el mundo le haría
Que hay hombre de más valía
Ni otro a quien obedecer.
ARISMENDI BRITO.
Narremos ahora, en vista de la
Historia, lo que ésta nos dice acerca de este tipo admirable.
"Cuando yo bajé a Achaguas,
—escribe Páez—, después de la acción del Yagual se me presente
este Negro, que mis soldados de Apure me aconsejaron incorporase al
ejército, pues les constaba a ellos que era hombre de gran valor y
sobre todo muy buena lanza. Su robusta constitución me lo
recomendaba mucho, y a poco de hablar con él, advertí que poseía
la candidez del hombre en su estado primitivo y uno de esos
caracteres simpáticos que se atraen bien pronto el afecto de los que
lo tratan. Llamábase Pedro Camejo y había sido esclavo del
propietario vecino de Apure, Don Vicente Alfonso, quien le había
puesto al servicio del rey porque el carácter del Negro, sobrado
celoso de su dignidad, le inspiraba algunos temores.
Después de la acción de Araure
quedó tan disgustado del servicio militar que se fue al Apure, y
allí permaneció oculto algún tiempo hasta que vino a
presentárseme, como he dicho, después de la función del Yagual.
Admitirle en mis filas y siempre
a mi lado fue para mí, preciosa adquisición. Tales pruebas de valor
dio en todos los reñidos encuentros que tuvimos con el enemigo, que
sus mimos compañeros le dieron el título de El Negro Primero. Estos
se divertían mucho con él, y sus chistes naturales y observaciones
sobre todos los hechos que veía o había presenciado, mantenían la
alegría de sus compañeros, que siempre le buscaban para darle
materia de conversación.
Sabiendo que Bolívar debía
venir a reunirse conmigo en el Apure, —agrega Páez—, recomendó
a todos muy vivamente que no fueran a decirle al Libertador que él
había servido en el ejército realista. Semejante recomendación
bastó para que a su llegada le hablaran a Bolívar del Negro, con
gran entusiasmo, refiriéndole el empeño que tenía en que no
supiera que él había estado al servicio del rey.
Así, pues, cuando Bolívar le
vio por primera vez, se le acercó con mucho afecto, y después de
congratularse con él por su valor le dijo:
— ¿Pero qué le movió a usted
a servir, en las filas de nuestros enemigos?
Miró el Negro a los
circunstantes como si quisiera enrostrarles la indiscreción que
habían cometido, y dijo después:
— Señor, la codicia.
— ¿Cómo así? preguntó
Bolívar.
—Yo había notado, —continuó
el Negro—, que todo el mundo iba a la guerra sin camisa y sin una
peseta y volvía después vestido con un uniforme muy bonito y con
dinero en el bolsillo. Entonces yo quise ir también a buscar fortuna
y más que nada a conseguir tres aperos de plata, uno para el negro
Mindola, otro para Juan Rafael y otro para mí. La primera batalla
que tuvimos con los patriotas fue la de Araure: ellos tenían más de
mil hombres, como yo se lo decía a mi compadre José Félix:
nosotros teníamos mucha más gente y yo gritaba que me diesen
cualquier arma con qué pelear, porque yo estaba seguro de que
nosotros íbamos a vencer. Cuando creí que se había acabado la
pelea, me apeé de mi caballo y fui a quitarle una casaca muy bonita
a un blanco que estaba tendido y muerto en el suelo. En ese momento
vino el comandante gritando: "A caballo". ¿Cómo es eso,
dije yo, pues no se acabó esta guerra? —Acabarse, nada de eso;
venía tanta gente que parecía una zamurada.
— ¿Qué decía usted
entonces?-dijo Bolívar.
—Deseaba que fuéramos a tomar
paces. No hubo más remedio que huir, y yo eché a correr en mi mula,
pero el maldito animal se me cansó y tuve que coger monte a pié. El
día siguiente yo y José Félix fuimos a un hato a ver si nos daban
qué comer; pero su dueño, cuando supo que yo era de las tropas de
Ñaña, (Yáñez) me miró con tan malos ojos, que me pareció mejor
huir e irme al Apure".
Pero Capella Toledo, en su
interesante leyenda histórica intitulada La Sombra Negra, nos da
otro origen, del cual no nos habla Páez. Vamos a contemplar al
famoso Negro bajo otra faz, a la del hombre supersticioso. Es una
serie de incidentes muy interesantes.
“Era Camejo, —escribe Capella
Toledo—, un esclavo de Don Vicente Alfonso, rico propietario en el
Apure. Por su valor y maestría en el manejo del caballo, como por su
vigilancia, discreción y malicia, el amo lo destinó al servicio de
las armas, y peleó contra Florencio Palacios en la acción de
Araure. Una circunstancia lo hizo desertar de las filas del rey.
Después de la batalla, el
ejército realista pernoctó en la Villa, y el Jefe español obligó
a Camejo a cavar sepulturas para oficiales peninsulares. Camejo
reclamó de aquella distinción odiosa, más en vano: era americano,
era negro, era esclavo. Con otros de su misma condición se puso,
pues, al trabajo, ya bien entrada la noche.
Camejo refería después, con
infantil candor sus sustos durante aquellas horas mortales. Jamás
había ido a un cementerio; y sea por los vicios de la educación
española, o porque la mansión de la muerte impone de suyo, el negro
esclavo sudaba a torrentes, erizado el cabello, espeluznado el
cuerpo. El tropezar del pie con una cruz de madera musgosa y movible
al buscar apostura para descargar con la azada el golpe en la tierra,
el olor nauseabundo, el hundimiento de la barra cuando esperaba
hallar resistencia, la pala al chocar con las gruesas arenas y las
piedras menudas, aquel hacinamiento a los bordes de la sepultura de
barro húmedo, pedazos de madera y humanos despojos; y todo esto
iluminado a los rayos moribundos de una luna que se apaga en el
horizonte, cuando se oyen a lo lejos el canto monótono del gallo y
los aullidos del perro, y cuando un viento tibio a bocanadas nos da
en el rostro; pues a fe que en situación semejante fuera de verse a
cualquiera de estos hombres despreocupados que se ríen y se burlan
de la muerte.
A la noche siguiente, Camejo tuvo
sueños horribles.
Una procesión de espectros,
precedida por una Sombra negra, llegaba hasta su lecho y le
interrumpía el descanso. Era en vano apartar con la mano aquella
visión importuna; en vano cerrar los ojos y volverse a este, al otro
lado: la Sombra siempre delante, le abría los párpados, obligándole
a fijar la mirada y con sólo tocarlo crispaba sus miembros con las
apariencias de la muerte. Quería hablar, pero la voz se ahogaba en
su garganta.
Camejo no pudo evitar que lo
amortajaran, que lo encerraran en la caja fatal. Camino del
cementerio, la Sombra, en esas posas ordinarias en todo entierro
mayor, atravesaba por en medio de aquel concurso de espectros, y se
llegaba al negro, y le decía al oído:
— Bien merecido lo tienes,
puesto que fuiste a turbar el reposo de los muertos.
Y seguía la fúnebre procesión,
y la Sombra volvía y revolvía y el desdichado Camejo veía cómo
cruzaban en tropel ante su vista aquellos despojos humanos que él
habia removido la noche anterior en el seno de la tierra; cómo se
buscaban los huesos y se juntaban; cómo se animaban luego, y cómo
de aquellas calaveras con remedos de boca, salían voces de otro
mundo que clamaban:
— ¿Qué mal te hice para que
fueras a inquietarme? ¿Por qué no me dejaste dormir? ¡Maldito
seas, negro esclavo! ...
Camejo sentía un frio letal, que
discurría por todo su ser. Trataba de moverse, de pedir socorro, de
volver a otro punto los ojos, pero la Sombra le salía al paso para
detener cualquiera de sus impulsos.
Así llegaron a la puerta del
cementerio.
Una luz amarillenta iluminó de
pronto aquella necrópolis. Las cruces negras con sus letras y
números blancos, señalaban el derrotero del camino; las bóvedas
saltaron en pedazos con lúgubre son; la tierra se esponjó como
levadura, y nuevos espectros vinieron silenciosos a formar en calle.
Un canto que salía de los osarios daba triste solemnidad a aquella
fúnebre escena.
Camejo reparó en que le tenían
destinada una de las fosas que él mismo había abierto en otro
tiempo, y trató de incorporarse; mas la Sombra paralizó su
sensibilidad.
Vio cómo le conducían al borde
de ella y que en ella lo botaban; sintió que la tierra buscaba su
nivel; que los espectros volvían a sus tumbas, que las cruces las
señalaban de nuevo, que cesaba el canto, y que de pronto, bajo el
montón de tierra, la Sombra Negra lo estrechaba contra su seno,
murmurándole al oído:
— ¡Voy a revelarte ahora los
secretos de la tumba!
Camejo se despertó adolorido y
con ese malestar de ánimo que sucede siempre a una pesadilla.
Desde luego, Camejo quedó
aterrado con aquel sueño que, dada su condición, tenía que ser
para él una revelación del demonio.
Meditó en la esfera de su
inteligencia y a la luz de su superstición, acerca de aquella noche
en que había ido a turbar el reposo de los muertos y recibido por
ello el castigo merecido; que lo habían obligado, bien es cierto,
así como también que obedeció sin voluntad, de donde dedujo que
somos nosotros mismos quienes podemos estimar mejor las acciones
buenas y malas, y no un déspota o amo. De este raciocinio a la idea
de la libertad no hay más que un paso. Camejo, pues, vino convencido
a las filas de la Independencia.
— ¡Comandante! —le dijo a
Páez después de la acción del Yagual—. Yo he peleado contra
usted; pero quiero ser libre, quiero pelear ahora por la libertad:
recíbame en su gente.
— Está bien—contestó el
héroe con indiferencia—. Ve a que te alisten en el escuadrón
Guías, y escoge lanza y caballo.
— Pongo una sola condición—
observó el Negro.
— Vamos, despacha pronto, ¿qué
quieres?
— Que el día en que asaltemos
alguna ciudad o pueblo, no me destinen al ataque del cementerio, ni a
defenderlo si somos atacados en él; Y que si me matan, no me
entierren en Campo Santo.
Los llaneros son creyentes, y
Páez, disgustado, reparó en el Negro con torvo ceño. Sin embargo,
para concluir le dijo:
— Concedido.
Camejo lanzó su sombrero al aire
y gritó lleno de alborozo:
— ¡Viva la libertad!
Después, la historia reza sus
hazañas. Vino Pedraza, El Mamón, Barinas, Churrera, San Juan de
Payara, Coplé, Misión de Abajo, Uriosa, Sombrero, San Fernando,
Biruaca Ortiz, Rincón de los Toros, Cojedes, Guayabal, Cañafístola,
Gamarra, Queseras del Medio, Sacra Familia, La Cruz!...
La Cruz fue una acción terrible
y sangrienta.
El 22 de julio atacó Páez con
500 caballos, y don Juan Durán, con 350 veteranos del batallón
Barinas, le cerró el paso en todas las bocacalles del pueblo.
Páez porfió.
Con aquellas cargas que sólo sus
llaneros sabían dar, obligó al enemigo a concentrarse en la plaza y
en el cementerio; entonces nuestro héroe dividió sus jinetes en dos
grupos y ordenó un ataque general. El atacó por la plaza y el
Coronel Urquiola por el cementerio, pero a un mismo tiempo fueron
rechazados. Otro ataque, un tercero: todos fueron inútiles.
El batallón Barinas estaba sin
un oficial siquiera: lo que restaba de las compañías era mandado
por Sargentos o Cabos. Nuestras mejores lanzas yacían también por
el suelo. Urquiola, el Comandante Navarro, el Mayor Gamarra, Gómez,
Arraiz, Esteves, Ledesma, Peña, Oliva.... oh! qué carnicería
aquélla!
El Negro Primero era el Oficial
de mayor graduación que quedaba al frente del segundo pelotón, y
recibió orden de atacar. El asalto fue prevenido con un toque de
atención, al que siguió el de la señal de degüello. Páez, por
fin, penetró en la plaza, y por sobre un montón de cadáveres voló
con veinte húsares en auxilio del Negro Primero; mas éste había
ocupado el cementerio, y Páez lo halló con el caballo hundido en
tierra hasta las rodillas, rígido sobre la silla, rendida la lanza.
— Camejo, le dijo, ¿te han
herido?
— No, peor que eso— contestó
el Negro.
— Pero, ¿quién demonios te
detiene ahí?
— La Sombra negra.
Camejo desobedeció la orden de
pernoctar con sus jinetes sobre el campo conquistado, gloria que
reclama y disputa siempre todo vencedor, y se retiró a las afueras
del pueblo.
En vano Páez amenazó, rogó: el
Negro Primero estuvo inflexible.
—Durante el combate —le dijo—
era mi deber obedecer. Después del triunfo reclamo la palabra de mi
General.
Páez recordó la palabra dada, y
comprendió que no tenía el derecho de insistir.
— Pero explícame a lo menos
¿cómo es que te bates como un león, y luego te asalta el miedo
como a un niño?
— Porque yo no temo la muerte,
sino a los secretos del cementerio. Ah! yo la vi, yo la oí —continuó
el Negro Primero, animándose—. Si mi general supiera!... Al
saltar por encima de las tapias, un vapor que brotaba de la tierra
principió a tomar forma delante de mí. Yo cargaba y volvía a la
carga, y el vapor se iba convirtiendo en una Sombra negra. Ya no
había enemigos; todos habían perecido en la punta de nuestras
lanzas, y entonces la Sombra detuvo mi caballo por la brida, lo
hundió de patas en la tierra, y acercándose a mi oído, me dijo
airada:
— ¡Temerario! ....
A su voz, sentí mis brazos y
piernas rígidas; el frío de la muerte se apoderó de todo mi ser;
no hallé voz para llamar a mis jinetes, y mis ojos, como paralizados
en sus órbitas, no dejaban de mirar aquella risa satánica que
plegaba sus labios y que en sueños otra vez me había aterrado.
— ¡Temerario! —repitió—,
¿para qué vienes a turbar la paz del cementerio?
Y me atraía hacía, sí, y se
resbalaba conmigo bajo los cascos de mi caballo, y en tocando en el
fondo de la fosa me dijo:
— ¡Voy a revelarte ahora, sí,
los misterios de este sitio!...
— ¡Perdón, perdón! — le
repuse— ¡la culpa no fue mía!
— Vete, pues —agregó por
Último—. Van dos veces ya: a la tercera.... no habrá piedad para
ti.
Páez guardó silencio porque no
podía comprender aquel desvanecimiento de ideas, y repasó el Apure,
con lo cual renunció a las ventajas que había alcanzado en aquella
acción sangrienta y desigual”.
Amigo de dichos agudos, en un
lenguaje sui géneris, de los cuales no hacían caso los llaneros y
sí los hombres superiores, Bolívar que conocía ya a Camejo,
mandaba a buscarle al campamento de Páez, pues le gustaba pasar un
rato agradable en conversación con el centauro. En cierta mañana
Bolívar le pregunta:
— ¿Es cierto que usted mataba
las vacas que no le pertenecían, en la época que militó con los
españoles?
— Por supuesto, replicó el
Negro, y si no, ¿qué comía? Ea fin vino el mayordomo (así llamaba
a Páez) al Apure y nos enseñó lo que era la patria y que la
diablocracia no era ninguna cosa mala y desde entonces yo estoy
sirviendo a los patriotas.
En su Autobiografía. Páez, que
no podía ocuparse sino en el relato de sus hechos portentosos y
actos trascendentales de su vida pública, dejó de narrarnos
variados incidentes de la historia de sus compañeros; así es que al
Negro I apenas le dedica cuatro páginas después de Carabobo, y
esto, como incidente necesario, al hablar de la muerte de su fiel
Camejo.
Pero nosotros trataremos de
llenar este vacío dando los pormenores que hemos podido conocer
respecto del Negro I, ya de boca de Páez, ya de alguno de sus
notables tenientes o de obras publicadas.
El haber celebrado Bolívar las
ocurrencias del chistoso teniente de los centauros y el llamarle con
frecuencia cerca de su persona para escucharle, motivó el que los
compañeros de Camejo celebraran igualmente los triunfos de éste; y
refiriéndole a Bolívar cuanto sabían de aquél, le excitaban la
curiosidad y proporcionábanle el placer de hacer al Negro 1 nuevas
preguntas, cuyas respuestas siempre causaban hilaridad al Libertador.
En cierta mañana, al presentarse
Camejo delante de Bolívar, éste le dice:
— ¿Es cierto que usted, para
obtener el sí de Bizarra (así se llamaba la hermosa zamba llanera,
esposa del Negro I) la amarró a una palma y la fustigó con
doscientos azotes?
El Negro, que no aguardaba
semejante pregunta, miró a derecha e izquierda, y encontrándose
entre la verdad del hecho y la indelicadeza de confesarlo, cruzó los
dedos de sus manos, y formando cinco cruces exclamó:
— Por este puño de cruces, mi
General, que es mentira cuanto le han dicho respecto de Bizarra.
Este es el juramento falso de
los pueblos de Venezuela. Con el cual pudo el llanero salvarse de
nuevo interrogatorio.
En otra ocasión, después de uno
de esos choques inesperados de Páez contra el ejército español,
sabe Bolívar que el Negro I se había portado con un valor
admirable, y queriendo felicitarle le manda a llamar.
— ¿En qué puedo servir a
usted, le pregunta Bolívar, en premio de tanta bravura como la que
acaba usted de desplegar? Cualquiera diría que el Negro iba a exigir
honores y recompensas, pero no sucedió así.
— Yo no exijo, mi General, sino
un poco de tabaco que no existe en el campamento. Este era un
artículo abundante en aquel entonces en los pueblos que tenían los
españoles, y escasísimo en los pueblos patriotas.
— Usted lo tendrá dentro de
poco, respondió Bolívar acentuando la frase.
Entonces el Libertador,
dirigiéndose a un grupo de llaneros que estaba cerca de su persona,
pregunta:
— ¿Cuál de ustedes se atreve
a solicitar un poco de tabaco en campo enemigo?
Se presenta uno y dice que se
encarga de tan difícil comisión, y que espera triunfar. Al instante
monta a caballo atraviesa el Apure llega a la opuesta orilla y
desaparece entre el matorral. Al tercero día regresa al campamento y
presenta al Libertador un rollo de tabaco de Barinas.
— Aquí está, mi General, el
tabaco que hube en campo enemigo después de evitar los peligros que
me rodeaban.
— Venga el teniente Camejo
—exclamó Bolívar
Y al presentarse le dice:
—Está satisfecho su deseo.
Aquí tiene usted el tabaco que pidió, recíbalo como recompensa de
su bravura.
El Negro I estaba satisfecho de
tanta atención, y se jactaba, entre sus compañeros de armas, de
haber recibido el premio que había solicitado. Si el Mayordomo
(Páez), decía, me quiere, yo por él doy hasta la vida; al Tío Por
supuesto (Bolívar) puedo acompañarle hasta las Cocuizas, pero en
Caracas no me verá jamás.
En una mañana de 1819,
atravesaba Páez, acompañado de su estado mayor y una porción de su
guardia, cierta región de la pampa apureña, en dirección del
Mantecal, cuando a poco andar, tropieza la comitiva con algunos toros
matreros.
Páez, que aprovechaba siempre la
ocasión que se le presentara para adiestrar en ciertos ejercicios a
sus centauros, les dice al ver los toros salvajes.
—Vamos a ver quién es capaz de
apeársele a ese toro (señalando uno de ellos).
Desmontase uno de los oficiales,
y con espada en mano avanza sobre el terrible animal. Este se viene
sobre el llanero, quien, con mano firme, y evitando la cornada del
fornido cuadrúpedo, le atraviesa la cerviz, y el bruto cae. Tal
ejercicio, que iba repitiéndose a proporción que caminaban, llamó
al fin la atención del Negro 1, que exclama:
— Eso es malo, señores, matar
al animal de Dios, sin necesidad.
Esos animales son necesarios para
la cría. Al escuchar esta sentencia, el Coronel Figueredo, hombre
recio y de pocas palabras, contestó:
— Siempre este Negro está
predicando humanidad, cuando es el primer agresor en la pelea.
A lo que contestó Camejo con
calma:
— Yo no ataco a nadie, por
gusto.
— ¿Y esos españoles que
sacrificas en cada encuentro? — replicó Figueredo.
— Yo no los mato—, contestó
el Negro— ellos mesmos se matan. Vienen sobre mí y los recibo con
mi lanza y ellos se ensartan. —Y agregó: — Ya verán ustedes,
señores, que hasta los chigüires van a desaparecer de estas
sabanas.
Por una de tantas casualidades,
esta profecía tuvo su cumplimiento, en 1832. En esta fecha una
epidemia de fiebre maligna diezmó una gran porción de los pueblos
de Apure. Tras ella apareció una epizootia, tan cruel que acabó con
los peces y caimanes del Apure; luego atacó a los monos de los
bosques, los chigüires de las Ciénegas, los caballos de la pampa,
etc., etc.
El dicho del Negro I, hasta los
chigüires morirán, vino a realizarse por completo, a los once años
de haber fallecido el profeta.
Cuando en 1819, comenzaron las
negociaciones del armisticio propuesto por el Jefe español Morillo
al Libertador, varios comisionados españoles fueron enviados a los
diversos campamentos del ejército patriota. Estaba Páez en Payara
cuando en el mes de agosto se presentó como comisionado de Morillo
el Teniente Coronel Jalón: y aunque Páez, al enterarse de los
oficios, contestó que él no podía como subalterno entrar en
negociaciones, quiso ser cortés y hospitalario con su huésped, a
quien invitó para que le acompañase a almorzar.
Uno de los cuidados de Páez fue
que el Negro 1 se presentara bien calzado, pues no le parecía
natural que siendo uno de los centauros de su guardia más cercanos a
su persona, apareciera con pies descalzos. A duras penas
consiguiéronse en Payara medias y zapatos para el indómito
centauro. Pero apenas se había sentado el Coronel Jalón al lado de
Páez acompañado de los oficiales más distinguidos del estado
mayor, cuando el Negro 1 queriendo hacer gala del desprecio que le
inspiraban aquellos objetos de alta civilización, 'hubo de
quitárselos, y llevándolos en una de las manos, cruzó de un
extremo a otro de la sala donde tenía efecto el almuerzo. Aquella
escena tan grotesca como inesperada motivó prolongada hilaridad, de
la cual Páez supo sacar partido para entretener a su huésped acerca
de las costumbres del llanero, desgraciado, en la generalidad de los
casos, el día en que abandona sus hábitos, su pampa, su caballo, su
libertad.
El Negro I tenía un hermano
llamado José Paz, natural de Guacharas, catire, de carácter
belicoso, epigramático y jovial como buen hijo de la pampa. Cuando
Morillo pisó los llanos de Apure, Paz fue uno de los primeros que
atacaron al ejército del Pacificador. Sus compañeros le apellidaban
el Mildo, por su verbosidad inagotable, en armonía con su
inclinación a la pendencia, como al baile de joropo y a la guasa. y
aunque el Negro 1 se diferenciaba del hermano por el color de la
piel, ambos se trataban con franqueza. Los unía el sentimiento
patrio y el valor a toda prueba. De estos hermanos se refiere la
siguiente anécdota.
En cierta noche, en un baile en
Guacharas, baile de bandola, cuatro y maraca, orquesta popular de
llaneros, tuvo el catire Paz un altercado con uno de los músicos,
porque en una de las coplas del bandolista le endilgaron la siguiente
alusión:
"Hay un mudo en este baile
Que es zambo tan atrazao
Que parece cuando brinca
Conejo engarrapatao".
Amostazado el catire Paz, hombre
de pocas pulgas, contestó con una bravata al impertinente músico.
El Negro 1 que bailaba también, al advertir lo que pasaba, dijo en
alta voz:
— Hermano, eso lo arreglaremos
ahora; deje que pase el Son". Otro cantor que escuchó esta
amenaza improvisó la: siguiente cuarteta:
No te dé cuidao hermano,
La verdad han confesao.
y si son de padre y madre
Ese negrito es robao.
Aludía esta cuarteta a la
diversidad de color entre Camejo y Paz. Pero apenas fueron
pronunciados tales conceptos cuando el Negro y el catire, dejando sus
parejas de baile, se abalanzan sobre los músicos: mas antes de que
Paz llegara, el primer bandolista habíase armado con una daga que
llevaba al cinto. En este instante el Negro I agarra a éste por el
brazo que llevaba la daga, al mismo tiempo que descarga fuerte
cabezada sobre el segundo bandolista: ambos músicos rodaron por
tierra. Todo esto se efectuaba con la velocidad del pensamiento, pues
Camejo era tan hábil en la lucha, como potente por su fuerza
muscular. La confusión turba la placidez del baile, y todo el mundo
huye, mientras que Camejo y Paz, contra los dos bandolistas, fuera de
la sala de baile, le dieron a éstos durante largo rato, numerosas
puñadas, quedando vencedores. Así concluyó este baile en
Guacharas, de bandola, cuatro y maracas, donde se lucieron por su
agilidad los hermanos Paz y Camejo.
Paz y Camejo, valientes,
esforzados, estaban destinados a morir en dos campos inmortales. El
uno que había acompañado a Bolívar en su tramontada de los Andes
en 1819, muere en aquella carga famosa de los centauros de Rondón de
que habla la historia; al Negro 1 le esperaba morir en el campo
glorioso de Carabobo, dos años más tarde, el 24 de junio de 1821.
Cuando en su última carga, aquella en la cual debía morir, siente
que bala española ha penetrado en su pecho, noble sentimiento de
lealtad le sostiene y le hace retroceder en solicitud de Páez que
venía más atrás. Iba a darle el adiós postrero antes de caer
exánime.
Escuchemos a Eduardo Blanco
cuando nos describe el acto final de la vida de Camejo.
"El caballo que monta aquel
intrépido soldado, galopa sin concierto hacia donde se encuentra
Páez: pierde en breve la carrera, toma el trote, y después, paso a
paso, las riendas sueltas sobre el vencido cuello, la cabeza abatida
y la abierta nariz rozando el suelo que se enrojece a su contacto,
avanza sacudiendo su pesado jinete, quien parece automáticamente
sostenerse en la silla. Sin ocultar el asombro que le causa aquella
inexplicable retirada. Páez le sale al encuentro, y apostrofando
con dureza a su antiguo émulo en bravura, en cien reñidas lides, le
grita amenazándole con un gesto terrible: ¿Tienes miedo? ¿No
quedan ya enemigos?.... ¡Vuelve y hazte matar! Al oír aquella voz
que resuena irritada, caballo y jinete se detienen: el primero, que
ya no puede dar un paso más. Dobla las piernas como para abatirse:
el segundo, abre los ojos que resplandecen como ascuas y se yergue en
la silla; luego arroja por tierra la ponderosa lanza, rompe con ambas
manos el sangriento dormán, y poniendo a descubierto el desnudo
pecho donde sangran copiosamente dos profundas heridas, exclama
balbuciente: Mi general .... Vengo a decirle adiós....porque estoy
muerto. Y caballo y jinete ruedan sin vida sobre el revuelto polvo, a
tiempo que la nube se rasga y deja ver nuestros llaneros vencedores'
lanceando por la espalda a los escuadrones españoles que huyen
despavoridos.
Páez dirige una mirada llena de
amargura al fiel amigo, inseparable compañero en todos sus pasados
peligros; y a la cabeza de algunos cuerpos de jinetes que, vencido el
atajo. Han llegado hasta él. Corre a vengar la muerte de aquel bravo
soldado. Cargando con indecible furia al enemigo".
Así desapareció este tipo
admirable de los tiempos heroicos de Venezuela, este famoso Negro I
que llegó a conocer la gratitud, y supo sublimarla con el valor, con
la constancia, con el sacrificio.
Tomado
del libro de José E. Machado: Siete estudio de Aristides rojas,
Caracas Litografía del Comercio 1924.
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